Flavio Crescenzi
Flavio Crescenzi nació en 1973 en la provincia de Córdoba, Argentina. Es docente de Lengua y Literatura, y hace varios años que se dedica a la asesoría literaria, la corrección de textos y la redacción de contenidos. Ha dictado seminarios de crítica literaria a nivel universitario y coordinado talleres de escritura creativa y escritura académica en diversos centros culturales de su país. Cuenta con cuatro libros de poesía publicados: Por todo sol, la sed, Ediciones El Tranvía (Buenos Aires, 2000); La gratuidad de la amenaza, Ediciones El Tranvía (Buenos Aires, 2001); Íngrimo e insular, Ediciones El Tranvía (Buenos Aires, 2005), y La ciudad con Laura, Sediento Editores (México, 2012). Su primer ensayo, Leer al surrealismo, fue publicado por Editorial Quadrata y la Biblioteca Nacional de la República Argentina en febrero de 2014. Desde 2009 colabora en distintos medios con artículos de crítica cultural y literaria. Sus reflexiones sobre literatura, lingüística y cultura general pueden encontrarse en http://elescondrijodelamanuense.blogspot.com.ar/
Poema XII (De Íngrimo e insular)
ah la palabra larga como una carretera bizca
los signos que son siameses aulladores
yo soy la lombriz que asoma sus fierezas cínicas
la lombriz que por los intersticios del lenguaje secretamente se sustrae
para preñar cada sílaba con detonaciones grises
yo he violado a las oraciones y las vocales magras
yo soy el sátiro del verbo y las detonaciones grises consumidas
las he llenado de escombro y de mercurio líquido
las he hecho estallar y formar con sus fragmentos lagos deliciosos
cada fragmento es además una luna indiscreta y muda
el vórtice del huracán que lleva mi nombre es su molino
hasta aquí la tarde hasta aquí el otoño
díganle adiós a los ciervos sensibles
a los ciervos con paraguas en los cuernos
a los ciervos a prueba de infidelidad y chaparrones
los ciervos que al portar un accesorio o una antorcha
son también un signo lacerado por mi mano
una palabra más embarazada por el cincel del tiempo
una exageración de mi modestia destructora o de mi risa
le perdí el terror a la tautología déspota
le perdí el terror le perdí el terror
miren cómo no muero en el gemido del fuego hecho palabra
miren cómo juego con lo que designa las cosas innombrables
otra vez miren cómo paren las sílabas dormidas
miren su confesión de sangre nuevamente
miren mi vida vida vida
ah el viento que refresca mi rostro con postales
Tríptico de regresos (De La ciudad con Laura)
I
Aquellos ojos tuyos de diciembre, aquel temblor de juncos o de sables (ay, cuello de nácar e insolencia, vientre insumiso) han decidido regresar por fin a mi elocuencia. Y ha sido una erosión de ansias y saliva, un estrépito de cáñamo y de versos, el que ha logrado acercarte un poco más a estos caprichos. No he visto más astucia que una tarde enfriando el horizonte con su calor de rímel y plegarias, no ha sido el sol sino un sirviente; este río de sed y platería, este río mismo en que te beso, no ha cesado de incendiarse y no alcanzan ya las cimitarras para repartir el cielo en tajadas justas para el mundo. Tu boca ha dicho «he vuelto», mis piernas ahora se burlan del asfalto.
II
Te he mantenido viva a fuerza de tinta y jazz y whisky turbio. El humo ha sido un ánfora de rezos en donde tu rostro se asomaba como una inmensa epifanía. El humo no sabe de romances, sólo cabalga como un necio por un mar de dunas y de escombros, sólo le muestra los colmillos al rocío, le esculpe un torso al desamparo. Las veces que le he hecho el amor a tu nombre al escribirlo.
III
Tu boca es de fuego nuevamente, hembra de nata y espejismos, hembra tatuada de mí hasta en tu sexo. Los golpes ya son puños; el tórax, un galope; las manos que han moldeado tu sombra la están palpando fuerte (materia o sangre, aroma o ruido) hasta que un cónclave de lunas oscurísimas delimite tu forma más perfecta. Todavía es amor aquí en el calendario, todavía el corazón es un perro silencioso riéndose a lo lejos.
Poema inédito
Todos pensamos un crimen perfecto, decisivo, como se piensa un poema o una sinfonía. Se trata de un crimen capaz de completarnos, de liberarnos, de hacernos más nosotros. Todos soñamos siempre un crimen, lo soñamos despiertos, lo perfeccionamos día a día, durante años, siglos, cerca o lejos de la víctima.
Y afilamos cuchillos, sacamos navajas o tijeras a la luz de la luna, imaginamos armas muy lustrosas que hermosean la muerte, un estampido de silencio o un lento filo de oro que navega las aguas de un cuerpo, hasta dar con su proa en el corazón del mártir elegido.
Todos tenemos un crimen escondido, nuestro viejo proyecto, un último gesto de odio acuñado con ternura, una suave decisión violenta, ese cuerpo que ya flota, como enorme magnolia, en el agua agazapada del estanque, y que teñirá todo de rojo, como lo hace el crepúsculo que hay en cada sacrificio.
Vivimos nuestro crimen, lo pensamos despacio, vamos cambiando de proyecto, o insistiendo en el mismo, ultimando detalles como un buen novelista. Crimen cuyo motivo, en puridad, ya hemos olvidado, porque el asunto es matar a alguien muy concreto, aunque no sepamos por qué. Y así, obsesiva y sagradamente, vamos depurando un cadáver viviente gracias a una serie de ultrajes inventados. No hay nada que vengar, el tiempo se encarga de hacer justicia a su manera, pero el muerto (nuestro muerto) tiene ya cara de víctima. Su existencia, su trato con nosotros, el espacio que ocupa en la noche o en el día, es una provocación, un signo, una tácita invitación al homicidio.
Todos tenemos una víctima. No sabríamos vivir sin ella. Y urdir ese crimen, pasar noches enteras blanqueando metales, aquellas dagas imposibles de la bellísima falta, todo eso es lo que nos va matando, eso es de lo que vamos muriendo. Moriremos finalmente de nuestro propio crimen, de aquel que jamás cometeremos.